La Unión Europea, esa institución que es bandera de los inmensos beneficios de la cooperación entre países. El mejor representante moderno de los ideales de la Ilustración, no en vano usa una sinfonía de Beethoven como himno. Ese rayo de esperanza que vino a alumbrar un continente destrozado y dividido por un siglo de guerras. Esa gran decepción.
Es cierto que la Unión Europea ha
supuesto una mejora en la calidad de vida para muchos europeos, sobre todo de
forma simbólica, quizá, pero no hay duda de que la moneda única, el sistema de
sanidad integrado entre países, los programas de educación, y otras reformas
nos han acercado más a nuestros países vecinos. Pero hay una cosa que es
innegable también: la Unión se ha convertido en un lastre para las libertades y
los derechos de sus ciudadanos y de los de su entorno.
La Unión Europea es, hoy día, un
mecanismo de opresión económica para sus habitantes. El FMI, el Banco Mundial,
y el mismo Banco Europeo se han convertido en herramientas del neo-liberalismo europeo,
mientas la democracia y la soberanía nacional son obstáculos para este modelo
económico, que la Unión se encarga de mitigar en nombre de una mayor
integración entre países. Al final, solo un país se ha visto beneficiado de
este modelo: Alemania. Merkel es la
parte visible a una hegemonía total de los mercados y la Troika en Europa. Ella
es quien finge mandar, mientras los poderes fácticos imponen sus medidas a cada
gobierno europeo. Para muestra, lo ocurrido en Grecia el pasado verano. Los
nuevos ciudadanos europeos son mercancía, números que solo sirven para generar
ingresos a unos pocos. Y nuestros derechos y libertades son una complicación
para que esos ingresos lleguen en cantidad suficiente. Cualquier intento de
disidencia, por tanto, debe ser castigado desmedidamente, para que no se
repita. Ante esta realidad casi distópica que vivimos los europeos, muchos
ciudadanos hemos considerado que la UE es un precioso proyecto que debe
retomarse en algún momento, si se puede, pero hoy día la existencia de esta
Unión, por mucho Premio Nobel que tenga, va en contra de nuestros intereses de
forma radical. Por otro lado, no son pocos los que, haciendo gala de este
“euroescepticismo”, no giran sus caras iracundas hacia la Troika, o Merkel, o
la OTAN, la giran hacia unas personas que, en su desgracia, intentan alcanzar
nuestras costas y ciudades, para comenzar una nueva vida, ya que la suya ha
sido destruida allí de donde vienen.
Una familia, que proviene de Aleppo,
espera su turno para subirse a un bote en la costa turca cerca de la isla
griega de Lesbos. Es de noche, hace mucho frío. Solo llevan consigo lo que
puedan acarrear encima. Una vez están en el bote, su futuro es incierto,
desdibujándose junto a los de los cientos de miles de semejantes que han hecho,
y harán, ese viaje hacia la promesa de una nueva vida en Europa. ¿Volcará el
bote? Y si el bote vuelca, ¿Se ahogará la familia, o será rescatada por los
servicios de salvamento y los miles de voluntarios que hay en la isla griega?
Si llegan a Lesbos ¿Aguantarán la ola de frío que se vive en el Egeo esa
semana? ¿Cómo les tratará la policía macedonia? ¿Y la húngara? ¿Se quedarán
atascados en alguna frontera, justo cuando el gobierno del país de turno decida
levantar una valla? ¿Les llevarán desde Budapest a algún campo de refugiados
desde el cual serán deportados a dios sabe dónde? Estos sucesos, y muchos más,
se han repetido miles de veces desde que este verano pasado el incesante goteo
de refugiados, que ya colmaban Turquía, el Líbano, Jordania e Irak llegara a
Europa. La tierra de los derechos. Esa tierra que les ha negado el acceso, a
pesar de ser ilegal; esa tierra que ha levantado vallas en sus fronteras, a
pesar de violar con ello uno de sus principios fundacionales. No son solo las
miles de personas que han perdido la vida intentando llegar a Grecia, son los
cientos de miles que están vagando por Europa, o que están retenidos en algún
campo, los que conforman la mayor vergüenza que he sufrido como ciudadano
europeo.
La respuesta que ha dado Europa
en conjunto, y la mayoría de los gobiernos por separado, a los refugiados
recuerda duros episodios que ya dábamos por olvidados de la historia de Europa.
Porque los neonazis que asaltan a refugiados en su viaje, o a inmigrantes que
están asentados ya en ciudades europeas son peligrosos, pero aún más lo son los
que ocupan puestos en gobiernos de países en teoría democráticos como Polonia o
Hungría, que ha prohibido la mera presencia de refugiados dentro de sus fronteras
y han organizado auténticas cazas disuasorias en las fronteras. Pero pocos se
salvan. El espectáculo de Merkel haciendo llorar a una niña siria en la
televisión alemana, los discursos de Le Pen, o la decisión de Suiza y Dinamarca
de requisar a los refugiados que quieran entrar a sus países me hacen dudar aún
más sobre el futuro de nuestro continente. La xenofobia y la violencia bruta es
la mejor reacción que se nos ha ocurrido hacia una gente que huye de unas
guerras a las que no solo somos indolentes, sino que hemos provocado nosotros.
Les acusamos de ser terroristas y de venir a atacar a nuestra población cuando
nuestros gobiernos han sido los que han financiado esos grupos radicales que
causan estragos en sus ciudades. Nosotros somos los que les bombardeamos y les
llamamos daños colaterales. Nosotros empezamos esas guerras de las que huyen
por preservar nuestros intereses económicos y políticos. Esta Europa no solo da
cada vez más miedo, es que cada vez se parece más a aquello a lo que se suponía
que la Unión Europea quería enterrar para siempre. Esta Europa que no es capaz
de garantizar los derechos de los europeos ni de nadie que no pertenezca a las
élites económicas caerá por su propio peso. Y el islamismo será el menor de sus
problemas, en contra de lo que nos dicen nuestros gobernantes y sus medios de
comunicación. Hoy odiamos al refugiado porque el 1% quiere evitar que pensemos
que existe, siquiera. Mañana odiaremos a los que se opongan al 1%. La Europa de
las libertades, de lo que nos enorgullecía como continente, está muriendo. La
culpa la tienen el neoliberalismo, nuestros gobernantes, los mercados. La
tenemos nosotros.
Son los voluntarios, los que han
ido a ayudar a los refugiados a lo largo de toda Europa, los ciudadanos que han
donado dinero o pertenencias para los campos de refugiados. Son los que se
oponen a las medidas de austeridad que nos ahogan. Los que exigen a nuestros
gobernantes que detengan guerras que solo traerán más odio y muerte al mundo.
Los que queremos ser libres. Todos nosotros mantenemos viva a la verdadera
Europa. La Europa de todos aquellos que dieron su vida por el bien común, que
hicieron rico el patrimonio de la humanidad con sus inventos, su arte, sus
ideas. Hoy nos gobierna la Europa de las concertinas, las cuchillas y las
porras. ¿Cuál de ellas prevalecerá?